viernes, 17 de septiembre de 2010

Un albañil cualquiera

Un ruido de fondo habitual capta mi atención. Se trata de un programa matinal de noticias de actualidad en la radio pública donde a cierta hora emiten llamadas de oyentes que generalmente opinan sobre noticias destacadas. Ya os podéis imaginar: el paro, el desempleo, la falta de trabajo, el trabajo precario, etcétera; lo actual, la desgracia de moda, lo que nos preocupa a los españoles, lo de siempre desde hace demasiado ya.

Habla un albañil. Cuenta que con 16 años (hace 10) dejó de estudiar porque no le gustaba, se metió de peón en el sector construcción y trabajó todo lo que le pidieron y más. Accedió al dinero y a la estabilidad, recabó experiencia y creció en su profesión, curró porque era su elección y la vida le premió con cierto estatus, ya sabéis, tener ahorros, esperanzas, una perspectiva de futuro, lo que sea.

Dice que entonces llegó la crisis, le sorprendió porque no la vio venir, y en este punto el corazón me trastabilla al pensar que yo sí la vi venir, o al menos estuve mucho más informado que este albañil porque mi modesto bagaje cultural me lo permitió, porque el conjunto de lo poco que estudié y de mis preocupaciones políticas y económicas, además de mi situación personal de mileurista a años luz del acceso a una propiedad inmobiliaria me forzaron a interpolar mis vivencias con las estadísticas numéricas que hablaban del garrafal porcentaje de mileurismo existente en España, llegando a la conclusión, como tantos otros como yo, de que los Mundos de Yuppi en los que se había convertido este país podrían reventar. Burbujismo, se llamó.

Cuenta, el albañil, cómo su empresa desapareció, cómo se quedó ante un panorama desolador, cómo sus ingresos se desplomaron y cómo sobrevivió: se convirtió en autónomo gastando el dinero del paro en un vehículo, herramientas, un teléfono y ropa. A base (imagino) que de huevos, sonrisas postizas de comercial y agachar la testa cuando le tocó, se hizo con clientes de cuando todo iba bien, de cuando trabajaba como un burro por cuenta ajena -ahora desaparecida, la muy puta-.

Comenta que ahora trabaja como una bestia, a modo y cuando quieren los clientes, porque éstos escasean y, conscientes de ello, aprietan las tuercas; y en este punto de su relato su voz se quiebra, porque está muy jodido, está francamente mal; se desloma por apenas un beneficio de mil euros al mes (los meses buenos), llora porque tiene 26 años y ha trabajado muchísimo y lo único que tiene son deudas que paga religiosamente pero no sabe para qué porque siente que no tiene esperanza, siente que el destino le ha robado el futuro. No entiende por qué la vida no ha premiado su esfuerzo. Y llora. Llora por la radio. Ante millones de oyentes.

Yo me acongojo. Y pienso. Rápido y con claridad, por instinto. Lejos de números, lejos del mundo, le pongo cara, personifico su llanto. Imagino y muero al pensar que lo que le está pasando a este hombre le pudo pasar a mi padre. A mi padre y a todos nuestros padres. A todos esos que le echaron más huevos en sus primeros 26 años de vida que toda nuestra generación de bloggeros del pijo le echaremos en nuestra vida.

Entonces me acuerdo de los responsables. De esos. De la puta casta de elegidos para regir el sino de las vidas de gente como el albañil, el desgraciado que no vio venir la crisis; y de gente como yo, el imbécil que sí la vio venir. La puta raza que domina los hilos del humano común desde la cima de sus pirámides hechas de depredación. La puta clase que conoce, permite y crea desgracia, soledad, angustia y desaliento. Y legitimo y deseo su asesinato, su muerte, lo deseo con pasión y además me gustaría verlo, me gustaría ver cómo esos hijos de puta arden, en llamas. Y no me siento mal, todo lo contrario.

Y lo repito, con punto y aparte. Morid, hijos de puta.

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