jueves, 29 de noviembre de 2012

Anna Tarrés

Esa presencia de oscuridad te incomoda. Las luces del garaje son siempre tenues y nunca cómplices, así que cruzas los metros que te separan de tu coche con miedo a no estar solo. La certeza de la soledad aliviaría la presión sobre el temor que crece dentro de tí, que por momentos se hace físico en forma de pinchazo dentro de tu barriga.

Abres la puerta, te montas, arrancas tu coche en una fracción de segundo y por un momento encuentras sosiego en tu rutina, dejas que tu subconsciente conduzca y te incorporas, ya fuera de los sótanos de tu opresor aparcamiento, a la fofa, vaga y atascada circulación vial. Te distraes conectando la radio, regulando tus ventanillas y entradas de aire, la temperatura del habitáculo. Por un instante te olvidas...

Semáforo rojo, ámbar, presión en aumento. Te anticipas a la salida desembragando y metiendo la primera. Segunda, cedes paso, el cinturón de seguridad aprieta tu barriga. Gracias a tu conciencia dimensional entras en el cruce evitando potenciales colisiones a tu alrededor, ves el hueco y coordinas tu pierna izquierda con tus neuronas espejo junto con la mano izquierda en el volante y la derecha en el cambio. El diafragma compacta tu estrés, y cuando nadie contaba contigo en ejercicio de coordinación más allá de lo humano, comprimes tu intestino a la vez que relajas el agujero del culo: tiras tu mejor pedo mañanero, tercera, cubres salida y vuelas dejando atrás el atasco.

Sabiendo que nadie te puede robar esa victoria, justo cuando empiezas a oler el dulzor reconfortante de tu pedo, ventanillas cerradas y calefacción a tope. Sonrisa burlona, ceja levantada... a gozar.

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